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De alguna manera, una casa es un contenedor de personas y de los objetos que las acompañan. Pero también es un depósito de cultura, historia, recuerdos y artesanía. Para el diseñador Raúl Cabra, esos intangibles son los verdaderos tesoros que guardan los muros de piedra de casi un metro de grosor de la Ex-Hacienda Guadalupe, la casa que se compró junto a su marido, Michael Sledge, en 2007.
Se cree que data del siglo XVIII, aunque la historia exacta de la casa es desconocida: en algún momento llegó a ser una granja de cerdos. Cuando Cabra y Sledge la compraron, llevaba sesenta años medio abandonada. (Se llama “ex”-hacienda porque la mayor parte de sus tierras fueron redistribuidas durante la reforma agraria mexicana). “Después de comprarla, Michael solía decir a nuestros amigos en Estados Unidos: ‘Ahora somos los orgullosos dueños de un montón de piedras en medio de la nada’”, recuerda Cabra. “Pasamos dos años viviendo en una obra, instalando fontanería y electricidad, nivelando suelos. El patio era de tierra. A menudo me preguntaba: ¿por qué demonios hice esto?”
El propio trabajo le dio la respuesta. “Todo se hizo a mano: la fuente, los azulejos, la chimenea”, cuenta Cabra, que colaboró con arquitectos, artesanos y constructores locales para restaurar la estructura de la casa. “Nada de máquinas”. Al fin y al cabo, fueron esos mismos artesanos, con su profundo conocimiento de materiales y métodos indígenas, los que atrajeron a Cabra a Oaxaca de entrada.
Ya en 2005, cuando enseñaba diseño a estudiantes en San Francisco, Cabra trajo aquí a su primer grupo para aprender directamente de los maestros locales y aplicar después esas técnicas a obras contemporáneas. “Oaxaca conserva un increíble archivo vivo de tradiciones y costumbres prehispánicas”, asegura Cabra. “Es uno de los lugares más fascinantes, ricos y complejos que he conocido”.
Para la ex-hacienda, la historia no sirvió tanto como plano arquitectónico, sino como un espíritu guía. “Usamos la imaginación para reinterpretar su esplendor”, comenta María Claudina López Morales, arquitecta que supervisó la construcción del patio y la cocina. Uno de los objetivos principales del diseño fue abrir la casa a su entorno, tanto de manera literal como figurada.
La estructura original apenas tenía dos ventanas en el exterior y ninguna vista al paisaje, explica la arquitecta Ileana Luciano, quien diseñó nuevas aperturas. Ahora, la luz y las sombras se proyectan sobre las paredes interiores encaladas a mano. “También se dio prioridad a las preciosas vistas del valle”, añade Luciano, “mientras que la profundidad de las ventanas crea una atmósfera de paz y privacidad en el interior”.
El mobiliario entrelaza distintos hilos de la historia mexicana. La reconocida curadora Ana Elena Mallet abrió los ojos de Cabra a los poco conocidos movimientos de diseño del siglo XX en México, influenciados por artistas europeos y norteamericanos que llegaron en los años cincuenta y sesenta, por la colaboración de Herman Miller con talleres textiles en Michoacán, por la capilla de un monasterio cerca de San Miguel de Allende diseñada por George Nakashima, y por el impacto del “estilo Acapulco” y hollywoodense de Arturo Pani.
“En México no hay nada puro”, afirma Cabra. “Todo está a disposición de todos”. De ahí la decoración del patio de la casa, que combina sillas Bertoia y una mesa Florence Knoll con hamacas tejidas a mano en Campeche, sillas equipales de Michoacán —cuyo diseño en forma de barril se remonta a tiempos aztecas— y macetas de un pueblo cercano con su tradicional esmalte verde. Incluso las plantas rinden homenaje a la región: Cabra y Sledge “adoptan” agaves raros procedentes del jardín botánico de Oaxaca, junto a cactus y otras suculentas locales.
Objetos contemporáneos de gran impacto introducen texturas naturales en la decoración. La lámpara de fibras vegetales en el recibidor, por ejemplo, está hecha con hojas de sansevieria. En el dormitorio principal cuelga un tapiz confeccionado a partir de simples cepillos de agave, mientras que en el baño destaca un taburete elaborado a mano con un tronco de mezquite torneado. El cochinilla, un tinte rojo intenso extraído de insectos, hizo prosperar a Oaxaca en el siglo XVIII cuando la élite europea se volvió loca por este color; Cabra le rinde homenaje con la alfombra roja del salón.
“La ex-hacienda se ha convertido en la manifestación física de lo que hago como profesión”, afirma Cabra, que actualmente colabora con artesanos de todo México para crear objetos contemporáneos y los acerca al público a través de su tienda en Austin, La Embajada, y su empresa de diseño, Oax-i-fornia.
Los interiores de toda la casa se unifican mediante temas recurrentes. Cabra y Sledge tienen ocho perros —“Todos llegaron a nuestra puerta”, comenta. “No sé por qué, simplemente fue así”—, y estos se ven acompañados por estatuillas, tejidos e imágenes caninas presentes en varias estancias. Apasionado de la equitación, Cabra también rinde homenaje a los caballos, los charros y la talabartería a través de piezas de diseño. Elementos tradicionales como los anafres (cocinas portátiles) y las parteras (sillas de parto) inspiran muebles reinterpretados: en el dormitorio principal, por ejemplo, las mesitas de noche recuerdan al primero, mientras que el banco a los pies de la cama evoca al segundo.
El agave también es un tema central en la ex-hacienda. Su forma inspiró el diseño de los azulejos del comedor, y sus fibras se tejen en pantallas de lámparas y textiles en distintas estancias. De hecho, el agave es responsable del último giro en la prosperidad de Oaxaca. Lo que antes era una bebida humilde consumida por campesinos, el mezcal, se ha convertido hoy en un gran negocio con Oaxaca como uno de sus principales referentes. “De repente estamos viviendo en el Napa Valley del mezcal”, comenta Cabra.
Preservar lo esencial mientras se da la bienvenida al cambio ha sido siempre la misión de Cabra. Así, aunque él y Sledge asumen el papel de guardianes de la historia de la propiedad, también celebran su nueva identidad como un foco de creatividad e innovación, un espacio donde organizan conferencias de diseño, retiros de escritura y colaboraciones culinarias. “Es un gran experimento”, dice Cabra sobre la ex-hacienda. “Este lugar se ha convertido en un espacio divertido e impredecible”.
Porche central
El Mr. James, un dálmata residente, descansa junto a unas sillas vintage de madera tropical y cuero diseñadas por William Spratling, en el porche central.
Frente al baño, una estantería de iglesia del siglo XIX sostienen macetas de jazmín nocturno en flor y perfumado.
Cocina
En la cocina reinterpretada, una mesa Tulip de Eero Saarinen de 1957 y sillas Ant de Arne Jacobsen se combinan con una estantería de ultramarinos del siglo XIX.
Un retrato de principios de 1900 (que Cabra encontró en la casa) observa la cocina desde una encimera de madera de ayacahuite.
Salón
Sala familiar
Las mesas de cristal de estilo Arturo Pani de 1950 en la sala de estar dialogan con cabezas de barro del ceramista José García Antonio y un sofá modular de pino encalado.
Dormitorio principal
Los fogones oaxaqueños utilizados para hacer tortillas inspiraron a Cabra en el diseño de las mesillas de noche de madera de mezquite.
Desde lo alto de un antiguo gabinete médico, una pirámide de perro de barro betus de arte popular vigila una silla colgante de los años 50 de Giorgio Belloli en la zona de estar del dormitorio principal.
Dormitorio de invitados
El dormitorio de invitados se asienta sobre baldosas de barro oaxaqueño prensadas a mano y una alfombra tejida en telar de pétalos, teñida con cempasúchil silvestre (La Embajada). Una silla equipal prehispánica acompaña el escritorio empotrado, fabricado con durmientes de vía de tren en homenaje al ferrocarril que pasaba por la Ex-Hacienda Guadalupe hasta la década de 1960. El banco brutalista vintage procede de un mercadillo de Ciudad de México.

























